Nos sentamos en la terraza
del café de Levante
y con parsimonia y lentitud
nos tomamos una leche merengada
desbordaa de canela.
El calor, adobiante, no nos permite
hablar de nada ni de nadie.
El camarero,un muchacho rumano,
nos sonrie detrás de su rostro sudorso
y se esconde en el interior
donde el aire acondicionado
salva de la angustia de la calle.
Al atardecer una brisa suave se levanta
y las mesas vacias se llenan
de parejas que se aman ardorosamente.
Es, en ese momento, cuando
abandonamos la terraza
porque a nuestra edad
no estamos ya para contemplar
amores desenfrenados.
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